Las
palabras de Jill me dejaron un mal sabor en la boca durante unos minutos, pero
luego no le hice caso. Ella se marchó a su trabajo y me dejó sola.
—¿Eres la
nueva, verdad? — una voz llegó de arriba mío. Levanté la mirada y uno de los
hombres de la cocina me miraba fijamente. Asentí con la cabeza, y se dio vuelta
para agarrar algo de la barra.
Puso
delante de mí un plato con una rebanada de pan cubierta con mantequilla y un
vaso con agua. Le sonreí de agradecimiento.
—Le avisaré
a Cass que estás aquí— me dijo—. Te estaba buscando.
—De acuerdo—
dije para decir algo. Él se alejó, y me dediqué a mirar lo que tenía frente a
mí por unos minutos antes de darle un mordisco al pan.
Al
principio, cuando tragué, tuve ganas de vomitar. Segundos después, el sabor de
la comida me produjo tal satisfacción que di otro bocado. Y otro. Y otro más.
Hasta que terminé, y me tomé un par de tragos del vaso de agua.
Estuve en
silencio unos minutos, dando vueltas en mi cabeza los últimos pedazos de mi
vida. Traté de recordar qué estaba haciendo antes de irme a dormir la otra
noche en mi casa, y me llegó un recuerdo de mí misma completando unos
formularios de inscripción para la universidad. Quería ir a Columbia, y el solo
hecho de que ahora nada podría llegar a ser me deprimía.
Hice a un
lado las cosas de mi mesa y apoyé mis brazos ahí. Metí mi cabeza entre ellos, y
tuve ganas de llorar, pero las lágrimas nunca llegaron.
—A veces,
llorar le hace bien a las personas— me asusté, pero reconocí la voz de Cass. Él
estaba sentado en la silla frente a mí—. No sabía que Jill te había llevado a
la habitación de menores.
—Tengo
dieciocho— digo.
—La de las
menores es para menores de veintiuno— dice, sonriendo—. No eres la primera a la
que se lo tengo que explicar.
Puse los
ojos en blanco.
—Suenas
como si tuvieras más de veintiuno— comenté, comenzándome a sentir mejor después
de mi corto derrumbamiento.
—Es que
tengo más de veintiuno— se tiró hacia atrás en su silla, cruzándose de brazos.
Su rostro se contorsionó en una mueca. De diversión, pensé yo.
—¿Cuántos
años tienes? — le pregunté.
—Veintidós—
dijo.
—Guau,
tiene ochenta años más que los que tienen veintiuno— dije, comenzando a
divertirme.
—No dije
eso— ahora sonrió. Su sonrisa era preciosa, pero no quise distraerme con ella.
Mis ojos se
convirtieron en rendijas.
—Bueno,
ahora debes decidir si ser enfermera o cocinera— dijo—. Por la forma de la que
trataste a Allison creo que elegirás enfermera.
Puse los
ojos en blanco.
—¿Es tan
evidente? — pregunté, prácticamente bufando.
—Bueno, no,
no tanto— dijo—. Podrías haber tenido un hermano menor que lloraba mucho.
Lo miré.
—No tengo
hermanos— dije.
—¿No tienes
ahora o no tenías antes? — me preguntó. No sé por qué su pregunta me molestó...
como si... como si todo afuera estuviese muerto, que era así.
—No tenía.
Nunca tuve. Era hija única— se me hace un nudo en la garganta al pensar en mis
padres y yo, caminando por el parque cuando era pequeña, pero esta se va rápidamente,
reemplazada por un pensamiento de dolor.
Estaban
muertos.
Sacudí la
cabeza. No podía pensar en eso siempre que mis padres entraran en mi mente.
Debía pensar en otras cosas, como el hecho de que estoy viva, y que puedo hacer
del mundo algo diferente.
Bueno, eso
último quizá todavía no.
—Quiero
saber más sobre este trabajo— acaricié con la yema de mis dedos la mesa,
agradeciendo la distracción.
—Bueno,
todos los trabajos empiezan a las ocho— comenzó Cass—. Son las nueve, pero como
has salido del hospital hace poco, tienes una semana de descanso— festejé para
mis adentros—. La cantidad de horas se calcula según la persona. Tú tienes
dieciocho, eres joven, pero luces algo débil.
—Ey— me
quejé, levantando la mirada.
—Es la
verdad— continuó—. Así que creo que tendrás alrededor de diez horas de trabajo.
En mi mente
decía que eso estaba mal.
—Cinco
horas a la mañana, un receso de una hora para almorzar, y cinco horas a la
tarde. Cuando termines tu turno eres libre de hacer lo que quieras— sonrió.
Suspiré.
—¿Y qué
haces tú? — le pregunté.
—¿Además de
mandarte a ti? — me preguntó. Le dediqué una mirada de aburrimiento—. Rastreo.
Yo rastreo. Vigilo los puestos en tierra. Sé si habrá un ataque horas antes de
que ocurra, porque siento la bomba acercarse, y tengo tiempo de evacuar a
algunos en tierra, pero no todos sobreviven.
Como ocurrió en el ataque del otro día.
—Te
encontré cuando te encontrabas a kilómetros de nosotros— dijo—. Te sentí débil,
agotada. Sentía tu sangre correr por tus oídos.
Se levantó.
—Podía
sentir como pronto tus arterias explotarían por la presión en el ambiente. Ibas
a morir, como ocurría con todos a los que nos encontrábamos— amagó para irse—.
Y luego, te sentí sanar.
No podía
creer lo que me estaba diciendo, de verdad no podía, pero lo hacía. Aún así lo
hacía.
—Ahora
sígueme— dijo, cambiando de tema repentinamente—. Debes darte una ducha antes
de que alguien te diga algo, a veces las personas no son agradables.
Me levanté,
y me acerqué a él. Me miró de arriba abajo.
—Y también
te daré una muda de ropa— comentó.
—Sandalias
de goma no, por favor— dije—. Soy alérgica.
—Nunca
escuché a nadie que fuera alérgico a esas cosas, pero lo sé porque Jay comenzó
a jugar con uno de sus juguetes de goma cerca de ti y se te brotó el brazo.
Me sonrojé,
y notoriamente. Comenzamos a caminar, pasando cortinas que no había visto
antes, y luego nos pasamos la mía. Seguimos caminando hasta el final del
pasillo. Había una puerta. La primera puerta que había visto desde mi estadía,
y del otro lado se escuchaba el sonido del agua correr.
Lo único
que pensé es lo que me esperaría del otro lado, y sonreí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario