A la mañana
siguiente, me desperté en mi nueva cama. Las luces artificiales brillaban
triunfantes sobre las cabezas de todas las chicas que nos encontrábamos en la
habitación.
Me despegué
la ropa de mi cuerpo sudoroso, mientras miraba que una niña de más o menos
cuatro años intentaba bajarse de una litera, sin obtener buenos resultados.
Me levanté
de la cama y me acerqué a la pequeña, que seguía sentada en su colchón de cinco
centímetros.
—¿Cómo te
llamas, cariño? — le pregunté, agarrándola de las caderas y bajándola de una
vez.
—Molly—
dijo, cuando la dejé en el piso.
—¿Y cuántos
años tienes?
Levantó una
mano y señaló tres con sus dedos.
—Mamá me
dijo que estos— miró su mano de nuevo, sin entender—, ¿Cuánto es?
Sonreí.
—Tres años—
me arrodillé, de forma que estábamos a la misma altura—. Yo me llamo Alanis, y
tengo dieciocho.
—¿Cuándos son dieciocho? — me preguntó.
Pensé cómo
podía hacer esto. Después de todo, yo trabajaba en mis últimos días en la
guardería de mi viejo vecindario. Levanté mis dos manos, abiertas y con los
dedos extendidos.
—Aquí hay
diez, pero los dedos no me alcanzan— dije—. ¿Me prestas algunos tuyos? — le
pregunté.
Levantó sus
manitos, abiertas como las mías, y le hice bajar los dos pulgares.
—Dieciocho—
anuncié, y ella me sonrió.
—¿Molly? —
la voz de una mujer adulta traspasó la cortina que cubría la puerta, y una
anciana apareció—. Molly Dunner, aquí estás niña.
—Hola,
señora Havin— saludó Molly a la
anciana, sonriente—. Adanis me estaba
enseñando a hacer dieciocho— dijo—. No tengo tantos dedos, así que me va a
tener que prestar algunos, señora Havin.
La anciana
me miró y me sonrió.
—Alanis,
¿Verdad? — no me extrañó que conociera mi nombre, creo que lo vería como algo
normal. Avanzó hacia mí y me estrechó la mano—. Me llamo Angela Hardin— yo
sabía que Molly lo pronunciaba mal.
—Hola—
dije—. ¿Desayunan aquí? — pregunté, sintiéndome hambrienta. A juzgar por las
personas que había visto hasta ahora —no más de doce chicas, cinco niñas
pequeñas, Jill, Trent, Allison y Cass—, la comida no faltaba, y eso me subía
los ánimos.
—Claro que
sí— Angela tomó la mano de Molly, que se estaba pasando un dedo por el contorno
de su palma, muy concentrada como para darse cuenta de la conversación entre
Angela y yo—. Debes ir a reclamar tu porción en la cocina. Yo ahora iré a
llevar a Molly a su guardería.
¿Había
guarderías en ese lugar?
—Muy bien,
gracias— dije. Miré hacia mi ropa, la misma que me puse ayer, y luego miré a
Molly—. Adiós, Molly.
—Adiós, Adanis— me dijo, y sonreí.
Me dirigí
hacia la sala de estar. Sabía que ahí debía de haber una indicación sobre el
paradero de la cocina. Me choqué a varios niños caminando alegremente por los
pasillos, y luego llegué a sala común.
No estaba
tan arrebatada como pensaba.
Varios
adolescentes habían colgado una lámina que hacía de tablero de dardos y se
dedicaban a lanzarlos desde el sofá. No debían de superar los dieciséis, y uno
no parecía superar los trece.
Cuando pasé
por detrás de ellos hacia una puerta entornada, ellos no se percataron de mi
presencia. Sacudí la cabeza. Hacía un par de meses que me había graduado de la
secundaria, y me estaba preparando para
empezar en el próximo semestre la universidad. Me dolía que mi futuro no fuera
lo que pensaba, pero creo que me convenía algo en ese momento.
Vivir el
presente. No pensar en el futuro. Olvidar el pasado.
Abrí la
puerta y el olor a pan recién horneado me atacó. La boca se me hizo agua, y
cerré los ojos de pura satisfacción.
Cuando los
abrí, observé una cocina enorme, y más allá, algo como si fuera un restaurante.
Entré en el lugar, y miré hacia todos lados. Era tan cálido, que no parecía
como si el mundo se hubiera terminado hacía dos días. Las paredes eran de
madera, el piso de cerámicos. La cocina tenía todo lo necesario, y la
electricidad funcionaba fenomenal.
Todo lo que
había visto me hizo pensar que esto ya estaba hecho desde hacía tiempo.
No había
muchas personas en las mesas ni en la cocina.
En la
cocina había dos personas: un hombre de quizá treinta años y otro de cincuenta.
En las sillas tampoco había tantas personas, pero dos me llamaron la atención.
Jill y su
pequeño hijo, Jay.
Me acerqué
a ellos. El pequeño era aún más pequeño de lo que pensé. Tenía tal vez la misma
edad de Molly, y su cabello rubio estaba tirado hacia atrás. Estaba sentado
frente a su madre, que le estaba dando el desayuno.
—Hola—
dije, sonando tímida, algo que nunca me pasó. Era más bien extrovertida y
agradable. En la escuela todos solían quererme. Existían las excepciones,
claro.
Jill se dio
la vuelta en su silla, y al verme su boca se frunció hacia arriba en forma de
sonrisa.
—Oh, hola,
Alanis— me saludó. Corrió una silla a su lado—. Siéntate con nosotros, por
favor.
Jay me
miraba sin reconocerme.
—Hola— me
incliné en la mesa, mientras el pequeño se hacia un ovillo en su silla.
Jill miró a
su hijo pequeño.
—Dile hola
a Alanis, cielo— le dijo, y él me saludó con la mano. Jill se dirigió hacia mí—.
Supongo que eso será todo por hoy— sonríe—. Puedes irte a la guardería ahora,
Jay.
Jay se bajó
de su silla y salió corriendo, dejándonos a nosotras dos solas.
—Es así
desde que atacaron nuestra ciudad— dice Jill, mirando a un punto vacío—. Cass
nos salvó, a los dos o quizá nosotros mismos nos salvamos... Pero a mi marido y
a mi niña les tocó la peor parte— su voz sonaba atorada—. De eso ya pasaron
tres meses.
—¿Cuántos
años tenía? — le pregunté, pensando en su hija.
—Catorce—
dice.
—¿Y Trent? —
le pregunté.
—En la
universidad, a miles de kilómetros de donde tiraron las bombas. Después de que
Cass nos salvara, él lo fue a buscar y lo trajo hacia aquí. Dos semanas después
atacaron el campus.
Miré a
Jill, sin imaginármela con todo ese peso encima.
Se me hizo
imposible.
—Lo siento—
dije.
—No hay de
qué sentirlo— sonrió, luciendo cansada—. De todos modos, iremos al infierno.
Hola!
ResponderEliminarTe he nominado a un premio en mi blog
http://berielle.blogspot.com/2014/11/premio-best-blog.html
A demás te sigo, me pareció interesante Replay, así que creo que pronto volveré a pasarme para leerlo más detenidamente :D
Un abrazo!