Había solo
una persona que me llamaba Lani.
Era mi
padre.
En ese
momento fue en el que me di cuenta de que tenía un peso ciego sobre mis
hombros. Mi padre... él que me enseñó a andar en bicicleta, que me compró un
hámster cuando estaba en séptimo, y que me dijo que pagaría la mejor
universidad para mí...
Él ahora
estaba muerto.
Lo estaba.
No había nada que dijera lo contrario. Mi casa estaba destruida, mi vecindario,
todo, se había vuelto cenizas. No más que cenizas.
Un sollozo
salió de mí, impidiéndome contestarle a Cass sobre su propuesta de trabajo.
Enfermería, quería decir, pero entonces me di cuenta de todo.
Mi padre,
mi madre, mi abuela, mis tíos, mis primos, mis amigos... estaban muertos, y no
había nada para hacer.
Mientras me
dejaba controlar por los impulsos del llanto, la tristeza y toda esa sensación
de que nada volvería a hacer como antes, Cass me abrazó y me llevó hacia su
pecho. ¿Habría él pasado lo mismo que yo pasé la otra noche? ¿El haber perdido
a todos sus seres queridos?
Quise
preguntárselo, pero estaba tan agotada... Mentira, no podía hacer otra cosa
además de llorar.
—¿Están
todos muertos? — eso fue lo primero que salió de mis labios durante mi llanto,
cuando quería decir otra cosa—. Todas las personas que conozco... ¿Están ahora
muertas?
Cass me
acarició la trenza, suavemente. Su mandíbula cuadrada estaba de un color rubio
oscuro por la barba que no se había afeitado en la mañana, y parecía fuera de lugar en
su aspecto.
—Quizá no
todos— me dijo—. Pero, sonará duro, Alanis, pero solo el dos por ciento de la
población sobrevivió. He enviado a algunas personas para que investigaran, y
solo salvamos a doce personas en un radio de cincuenta kilómetros, y como dije
antes, nosotros no somos más de ciento cincuenta, más los nuevos, seríamos
ciento setenta.
Suspiré,
pensando en mi familia ahora muerta.
—¿Puedo
llorar por ellos? — le pregunté, intentando separarme de su cuerpo. Me ponía
nerviosa, aunque sabía que él solo trataba de consolarme—. ¿Puedo llorar por mi
familia?
Sentí que
se rió, pero no lo hizo para afuera. Bueno, al menos me da mi propio momento.
—Es tu
familia, Lani, claro que puedes— y ese apodo de nuevo.
—No me
llames Lani— susurré.
—¿Por qué? —
preguntó, sonando burlón.
—Mi padre
me llamaba así— contesté, rozando su brazo con mi uña sucia.
—Lo siento—
ahora el tono burlón desapareció—. ¿Puedo llamarte Ali? — me preguntó.
—Sí, puedes—
contesté, y comencé a llorar de nuevo.
Terminé de
llorar una hora después, y fue cuando un sopor bajó hacia mí y me hizo quedar
dormida en el pecho de Cass.
Él se fue,
dejándome en mi cama improvisada. Desperté un par de horas más tarde, quizá,
con la luz del techo apagada y ningún movimiento perceptible afuera de la
habitación.
Me senté,
mirando para todos lados. Vi una vela en un sostén a mí lado, y vi que había
más allá una caja de fósforos. Me estiré para agarrarla, y encendí la vela. La
pequeña alcoba se iluminó levemente, pero me alcanzó para ver qué cosas habían
cambiado.
Había una
bandeja con algo de comida más allá. El humo salía de un plato profundo, y
había un vaso lleno de agua, ninguna jarra esta vez. Al lado de la bandeja,
para mi gran sorpresa, había una muda de ropa doblada pulcramente.
Gateé hasta
la bandeja y me senté frente a ella. En el plato había una sopa anaranjada, y
por el color pude deducir que era de zanahoria o de calabaza. Me encogí de
hombros. El olor le hacía cosas raras a mí estómago, y lo más probable era que
eso se debía a que no había consumido algo de comer desde hace un par de días.
Agarré la
cuchara que se encontraba en la bandeja y comencé a tomarme la sopa, ahora
conocida como sopa de calabaza. No había llegado a la mitad cuando comencé a
sentirme mal. Hice a un lado la bandeja y me apoyé contra la pared. La vela
estaba próxima a su final, así que decidí cambiarme antes de que esta se
consumiera por completo.
Mi ropa era
una camiseta roja y un pantalón caqui de color marrón claro. Había también unas
sandalias de goma, pero alérgica a ese material, así que me dispuse a ponerme
las medias rotas que habían acompañado mi pijama.
Me levanté,
apagando la vela de un soplido, y guiándome por la oscuridad, me dirigí a la
sábana que cubría el agujero que llevaba al pasillo.
Salí a la
oscuridad pura. Una vela en un candelabro brillaba cada unos cinco metros, y yo
estaba en el medio de dos. Una corriente fría me recorrió la columna vertebral,
haciéndome temblar.
Era una
sensación extraña, aunque también se debía a la luz que veía saliendo de una de
las habitaciones. Como si fuera... fuego.
Salí
corriendo hacia el otro lado. La destrucción había llegado abajo, lo había hecho, y
estaba a menos de tres metros de mí. Seguí corriendo, hasta que llegué a unas
escaleras de piedra caracol. Subí las escaleras corriendo, y me topé con una
pared maciza.
No, no una
pared. Un pecho.
Era un
guardia, considerablemente más alto que Cass. Su cabello era negro, y sus ojos
grises, casi blancos. Recordé a Jill, la enfermera que trató conmigo hasta esa
mañana, y a su hijo. Y recordaba que ella tenía otro hijo.
—Woa,
chica, ¿A dónde crees que vas? — me paró, separándome de su pecho fornido. Si
hubiera dado tres pasos más hacia atrás, habría caído abajo, hacia el fuego.
No. No.
Simplemente no.
—Hay... hay
fuego— balbuceé.
Él me
sonrió. Era un estúpido ligón. Universitario, probablemente, que estaba de fiesta
durante el fin del mundo. O más bien, quedó encerrado con su familia en un pozo
con otras personas con habilidades sobrenaturales.
—No,
cariño, no hay— me consoló.
—Sí... —
respiré hondo—. A unos metros de mi puerta... había un destello rojo...
saliendo de la habitación cercana a la mía.
Ahora su
sonrisa cayó.
—¿Eres la
chica que caminó entre el fuego? — me preguntó. Yo asentí con la cabeza—. Oh,
Dios, a tu lado había una chica en aceptación.
Se separó
de mí, agarrando mi mano, y me llevó por los pasillos hasta mi puerta. En la
puerta que estaba más allá, el fuego ya se había colado al pasillo, y el humo
lo invadía todo.
¿Por qué
demonios me llevó hasta el fuego? ¿Acaso es idiota?
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