12.1.14

Mi Mundo en Ruinas. Capítulo 3.

Una de las enfermeras del complejo me acompañó hasta mi habitación en el segundo piso después de que mi madre me registrara y me dejara sola en la recepción.
Al ver la habitación que sería mía por un tiempo, hice una mueca de asco. Era de color rosa. De un horrible color rosa chicle viejo que ahora era pálido. Prefería mil veces una de naranja fluorescente.
Sin embargo, procuré cerrar la boca. La habitación tenía una cama en el centro, un escritorio y una cajonera enorme. Eran las once, y me darían hasta la hora del almuerzo —la una— para guardar todas mis pertenencias y regresaría de nuevo ahí después de las clases de la tarde y de la cena, a las seis de la tarde.
Sin embargo, tenía tan pocas cosas que a las doce ya había terminado de organizar todo, y me tiré sobre la cama, con el cabello suelo, y mirando al techo.
Imaginé mil cosas que podía intentar hacer ahí dentro, pero dudaba de que me dejaran hacer al menos diez, porque ni siquiera me dejaban salir al jardín, a excepción que lo haga con permiso y supervisión de algún guardia, psiquiatra o profesor. Llegué a la conclusión de que estaría encerrada ahí dentro hasta el fin de mis días.
Cuando faltaban diez minutos para que fueran la una de la tarde, me levanté de mi cama y me cepillé el cabello algo alborotado con las manos. Veía como el cabello negro se escurría por mis dedos, y suspiré. Me imaginé una vida alternativa donde mis ojos color azul-púrpuras y mi cabello negro azabache fueran el centro de atención. Me imaginé un mundo en el que yo estaba mentalmente estable. Pero sabía que imaginarlo no hacía que ocurriera.
Suspiré y me miré de nuevo en el espejo. Mis labios eran finos, pero no lindos, y tenía una horrible nariz respingada, que, según todas las personas que conocía y me querían, como Debbie y su madre, era linda. Para mí gusto, arruinaba mi cara. Y ese horrible color pálido de mi piel...
Dejé de mirarme al espejo y salí al pasillo, donde se escuchaban murmullos que provenían de la planta baja y de las clases a lo lejos.
Caminando despacio, me dirigí hacia la sala común, donde había un par de niños hablando. No se dieron cuenta de mi presencia, lo que me hizo pensar que estaban lejos de este mundo. Luego, pasé al comedor. Acá, en cambio, todos se dieron vuelta a mirarme.
Al menos treinta adolescentes me miraban con ceños fruncidos, mientras yo ponía cara de póker. Créeme, en una situación como esta, lo mejor que puedes hacer es poner esa cara.
Comencé a caminar lentamente hacia el bufet, mirando hacia delante y no hacia los costados, hacia las mesas llenas de chicos tan o más o menos enfermos como yo.
Demonios, no debería haber mirado hacia delante.
Todo el recinto del bufet y de la residencia estaba protegida y vigilada por unos hombres muy... fuertes, pero se les notaba que eran de edad avanzada. Pero este no podría tener más de veinticinco... o incluso más de veinte.
Sacudí mi cabeza y seguí avanzando hacia la fila del almuerzo. Si no hubiera sabido que dónde me encontraba era una residencia para enfermos mentales, podría haber dicho que era una escuela secundaria normal. Lo único era que yo sabía que en las escuelas no había guardias custodiando todo, evitando peleas, suicidios y ataques.
Sin embargo, al llegar a la fila, me crucé con él de nuevo. Tenía cabello negro azabache, como el mío. Sus ojos eran algo así como grises, y eran demasiado llamativos. Su piel era pálida, y probablemente se había criado en donde no había playas, como era mi caso.
La camisa blanca que usaba no hacía más que resaltar un cuerpo tonificado y saludable, y tenía unos tejanos azul oscuro que... oh, Dios mío... era hermoso.
Lástima que en mi condición no podía darme el lujo de estar enamorada, y mucho menos de tener novio. La cosa empeoraba cuando era de un guardia de seguridad de las instalaciones del que estaba pensando que sería mi novio.
Demonios, estoy demasiado jodida.
¿O loca?
Tomé la bandeja que había llenado con mi almuerzo y me giré para ver la cafetería de nuevo. No quería sentarme con nadie porque no conocía a nadie.
O, bueno, tal vez sí conocía a alguien. Muchos de mis compañeros de mi otro centro habían sido trasladados aquí hacía ya bastante tiempo. Joshua por tratar de ahogar a su hermano en uno de sus ataques... Maria, porque la encontraron desorientada por el consumo de cocaína para suicidarse... esos fueron los primeros nombres que pasaron por mi cabeza. Luego pasó el nombre de Thomas. Y bueno, vino a mi mente porque fue el momento en que lo vi.
Thomas había sido mi compañero de terapia antes de que un accidente lo trajera a la residencia. Luego me dieron a Taylor. Thomas y yo nos llevábamos muy bien, lástima que él se clasificaba así mismo como “asexual” y decía que el día en que saldría con alguien sería con su alma gemela, y que no sería exactamente una chica. Él tenía ojos celestes y cabello rojizo-rubio. Su rostro estaba lleno de pecas y tenía una sonrisa blanca cegadora. Thomas solo tenía problemas —muy— severos con la ira y el autocontrol. Esas cosas lo llevaron a varias peleas. La última, que fue la que hizo que viniera aquí, la había empezado su contrincante, cuando él finalmente había empezado a controlarse. No sé por qué él le siguió la corriente, aún sabiendo que podría terminar en el instituto, que fue exactamente lo que ocurrió.
De todos modos, Thomas estaba encerrado en este lugar desde hacía medio año.
Estaba sentado en una de las mesas más alejadas de las del centro, que parecían ser ocupadas por los residentes más antiguos del lugar. Probablemente, si estuviéramos en una escuela normal, estas serían las mesas de los populares.
Thomas me hacía señas. Me había visto de lejos y yo no podía hacer nada que no fuera sonreírle y caminar hacia la mesa en la que mi amigo estaba sentado.
Esto me parecía muy, pero muy, incómodo.
Thomas agarró mi bandeja con una mano cuando me acerqué a él y me abrazó con el brazo que tenía libre.
—Miren quién está aquí— me dijo, con una de sus sonrisas socarronas que tanto me molestaban. Él sabía que me molestaban, por eso me las hacía—. La perfección de Loreley Drive.
Extrañabas esos comentarios, ¿No es así?
—Hola, Thomas— le saludé, sentándome en dónde él me había puesto la bandeja, al lado de una chica de cabello castaño claro con las puntas rubias, que me miró de reojo cuando me senté a su lado. Me miró raro.
—Eh, ¿Qué pasó con la bizarra Drive? — me preguntó, sentándose a mí lado y pasando su brazo por mis hombros.
Aléjate... bueno, no te alejes. Estás permitido en mi radar.
—Se quedó fuera de aquí— le respondí, e hice una mueca de cansancio—. No me hagas ir a buscarla...
—Déjala fuera— me dijo, sonriéndome—. Deja que esa parte se quede afuera, mientras tanto aquí dentro, tu buen amigo Thomas Sauron te aumenta el ego.
¿Ego? Mi ego nunca existió.
Puse los ojos en blanco y pinché mi cubierto en la carne de mi plato, aunque no tenía mucha hambre.
—Creo que a ti debería bajarte un poco el ego, ¿Qué pasó con el idiota-friki que era mi mejor amigo y compañero de terapia? — le pregunté, mirando la camisa rota que llevaba. Tampoco usaba esos horribles anteojos al mejor estilo Harry Potter.
Gracias a Dios, ahora puede ser llamado sexy.
Se encogió de hombros y agarró su sándwich. Le dio un mordisco antes de contestar a mi pregunta.
—En este lugar o eres catalogado como raro o como normal. Créeme, Lory, este lugar es algo así como una versión de afuera solo que patas arriba. Acá todos estamos locos. Los menos locos son los más normales. Yo soy más bien normal, y soy considerado un galán, aunque todas huyen cuando comienzo con el discurso de mi orientación sexual. Tú podrías ser normal si no tuvieras siempre ese instinto suicida que llevas impregnado hasta en tus cutículas.
Capullo.
—Gracias.
—De nada— dijo, sonriéndome—. El caso es... actúa normal, serás normal.
Lo intentaré. Juro que lo haré.
—De acuerdo, trataré de que todo el lugar no me cocine viva— dije, sonriendo. Miré hacia todos lados, y vi que muchos se levantaban. Y muchos comían solos.
—En todo caso, solo estate a mí lado. Nunca se sabe cuando la esquizofrenia de Giuliana o el parloteo de Mark pueden hacer su aparición— dijo, mirando a través de mí.
Gracias por el consejo, de todos modos.
—No haces más que asustarme, ¿Lo sabes, verdad? — le pregunté, masticando.
—Lo sé, y me siento halagado de ser quién te asusta, Loreley Drive— dijo, tratando de hacer una reverencia demasiado exagerada y graciosa en la mesa.

Doble capullo.

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